En los últimos tiempos se ha abierto un debate en nuestra sociedad que busca redefinir una de las actividades que más tiempo ocupa en nuestro día a día: nuestra manera de trabajar. Durante la campaña electoral de las últimas elecciones generales, una propuesta tuvo más repercusión mediática de lo que era previsible, y esta era la promesa electoral de la formación de Íñigo Errejón, de promover la semana laboral de 4 días. Poco o nada se especificaba acerca de cómo llevar a cabo esta transformación, por lo que la medida acabó siendo tomada como una mera ocurrencia del periodo electoral.

Sin embargo, esta y otras propuestas que han ido surgiendo en los últimos años ponen sobre la mesa un debate que, desde mi punto de vista, no ha hecho sino comenzar. Actualmente, nos encontramos en un momento de la historia en el que el avance de las nuevas tecnologías y una mayor preocupación social por el disfrute del tiempo de ocio, especialmente en el ámbito familiar, está llevando a muchas compañías a ser pioneras en fórmulas relacionadas con la implantación del teletrabajo u otras fórmulas de flexibilidad horaria.

Al terminar mis estudios universitarios, un número importante de amigos y conocidos optaron por preparar oposiciones para obtener una plaza de funcionario público. A pesar de lo que la lógica pudiera marcar, en un número demasiado elevado de casos el argumento que esgrimían para tomar dicha decisión se basaba en aspectos tales como la comodidad de un horario laboral intensivo con grandes periodos de disfrute para la familia o la estabilidad laboral que supone tener un salario medio sin tener que afrontar el riesgo de un posible despido en algún momento de tu vida. Por el contrario, pocos eran los argumentos de tipo vocacional o en favor del servicio público que se les presupondría a personas de tal condición.

Situaciones como esta nos llevan a pensar que, salvo que queramos que el Estado se convierta en un empleador que ocupe a aquellos que menos ganas de trabajar tienen –cliché que ya está instalado en nuestra sociedad, tanto por méritos propios como ajenos-, convendría empezar a promover desde la regulación laboral en colaboración con las patronales y el sector privado, medidas innovadoras relacionadas con la flexibilización de la jornada laboral y la implantación de medidas de conciliación y teletrabajo para aquellas posiciones que así lo permitan.

Comparativamente con otros países de Europa, España presenta una de las jornadas laborales más extensas en lo que a horario se refiere. Este hecho públicamente conocido, no ha sido abordado por ninguna entidad en las últimas décadas. Bien es cierto que para abordar esta transformación que comentamos, es necesario un fuerte compromiso de los empleados que a ella se sometan demostrando especialmente que, aunque la jornada laboral se flexibilizase o redujese, esto no implicaría una reducción en el resultado del trabajo ni en su productividad.

Por el contrario, la continuación del modelo actual donde muchas veces “calentar silla” preocupa más que el resultado en sí mismo, juega en contra del propio empleador en el medio plazo, pero también del propio país. Con una de las tasas más bajas de natalidad del mundo desarrollado y una Administración Pública que debería tender a centrarse en los servicios públicos esenciales, la evolución de la forma de trabajar en el sector privado se hace necesaria y urgente.

Dado que el nivel salarial no repunta en un país donde el precio de la vivienda y el coste de la vida no dejan de crecer, la mejora de las condiciones laborales en este sentido podría resultar una buena contraprestación para mejorar la calidad de vida de muchos trabajadores. El papel a desarrollar de los sindicatos en esta materia también sería interesante, aunque siguen sumidos en esa crisis que desde hace años les muestra ajenos a cualquier realidad diaria del mundo empresarial. En los próximos años veremos si estas y otras medidas relacionadas se incorporan de verdad a la agenda política.

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2 comentarios en «¿Hacia una nueva forma de trabajar?»

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