“Que los tengan dentro de las murallas, que canten y bailen allí encerrados como en un campo de concentración hasta que se mueran todos. Están infectando a todo el mundo […]”

Así comenzó y así sigue todo. La pandemia de la Covid-19 no es la única que se ha difundido exponencialmente por todo el mundo. El racismo ha crecido junto a ella. El odio se ha disparado, como los miles de mensajes que tachan y señalan a los ciudadanos que cuentan con etnias o razas “distintas”. Y se habla de distintas por no hablar de no aceptadas, de invisibilizadas, de infravaloradas.

La frase con la que comienza este artículo encierra a las personas chinas en la propia Gran Muralla sin oportunidad ni elección. Podría llevarnos a un libro de Stephen King, una película de Alfred Hitchcock o al tema siete del libro de historia que estaba protagonizado por Robespierre.

Podría ser ficción o una exageración literaria, pero son las palabras que se escuchaban en un audio vía WhatsApp en abril de 2020, cuando todavía permanecíamos en nuestras casas por la crisis sanitaria. Este delito de odio, aunque ya está denunciado en la Fiscalía de Cantabria por ir en contra del colectivo gitano de Santoña tras una declaración del alcalde de la localidad en la que incidía que los primeros muertos por el virus eran gitanos, no se quedó allí, en aquel municipio.

Este colectivo lo sufrió, pero tu vecina musulmana podía ser todavía víctima de palizas por una supuesta falta de higiene o tu compañero de trabajo de origen asiático despedido por “traer el virus a España”. El odio que vive en la calle se enreda en cualquier situación cotidiana. Y debemos saberlo, debemos contarlo, debemos denunciarlo.

Muchos, mientras pensaban que de esta situación saldríamos más fuertes y humanos, yo no quitaba la mirada de las brechas sociales que cada vez eran más evidentes y a las que no podíamos darles la espalda. Daba igual lo que intentaran hacer los enjuiciados, si los gitanos repartían comida o si los asiáticos donaban mascarillas. Para muchas personas, que vivían y viven en la ignorancia, eran virus andantes y focos de contagio. El centro de la diana del odio social. Y, ahora, que la pandemia está pasando, el odio sigue arraigado en las calles de cualquier barrio.

Siempre pagan justos por pecadores. Los de siempre, los más vulnerables, los que pertenecen a comunidades de personas migrantes y racializadas, los pobres y los que llevan siendo estereotipados mucho tiempo. ¿En qué momento creemos tener el derecho de imponernos sobre el resto y de normalizar el comentario de Santiago Segura en el que se cagaba en “el puto chino que se había comido un pangolín semicrudo”?

Esta vez el virus (y odio) comenzó en y contra China, pero ambos no tienen fronteras. Ni en aquel momento, ni meses después. Los juicios, las miradas y los desprecios han vuelto a repoblar cada rincón y estos están más sucios que nunca. Es puro racismo y odio. Insisten en el lavado de manos, pero quizás el lavado tenga que hacerse en la mente porque ser blancos europeos o americanos no nos hace superiores. Porque el contagio no tiene nombre, apellidos ni código postal. 

No, señoras y señores. Insisto en que no es ninguna película de ficción. Que esto es verídico y actual, que pasó en el año “que no se cuenta” llamado 2020 y que sigue pasando en el 2021. Y pasará en el 2022, en el 2023 y en el 2030 si no se toma consciencia y conciencia de esta semilla del odio que se riega en las calles y florece en forma de víctimas y problemas sociales.

Siento rasgar la venda de sus ojos con la cruda realidad. Los anticuerpos españoles no protagonizaron la batalla contra los malditos virus chinos como dijo Ortega Smith. Los gitanos no fueron transmisores del virus por no “saber” lavarse las manos. El color de la piel y el idioma no influyen, aunque sí lo hacen tus prejuicios. Y para eso, sí que no hay ni habrá vacuna.

Esta situación es la excusa perfecta de quienes han visto la pandemia como una oportunidad más para contagiar racismo y xenofobia atacando a los más vulnerables. Para quienes hablan desde el privilegio o creen tener superioridad. Para quienes consideran que las calles son suyas y no pueden compartirse con lo no estandarizado. Y es que esto tan solo ha sido una bofetada de esa realidad que negamos y que nos hace retroceder más que avanzar.

Aquí y ahora, más que agarrar de la mano al vecino migrante, la mamá del colegio gitana y nuestro médico asiático, les hemos lanzado al vacío. Incluso ahora con estas líneas porque, para que se entienda lo que reivindico, tengo que especificar sus rasgos, colectivo, comunidad y esencia; y son personas sin coletillas ni detalles. Como tú y como yo.

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