La defensa de la hispanidad está de moda; su condena también. Decir que lo contrario a la hispanidad es el comunismo es tendencia; que su sinónimo es el fascismo también. A los que no celebran la Hispanidad los llaman revisionistas; a los que la celebran también. La realidad que es casi absoluta y ampliamente ignorada es que la fiesta bicolor que tiene pretensiones de proyección lingüística y cultural, la celebran los españoles en soledad. Una historia en común imborrable – para la desdicha y la fortuna de algunos poco pensantes– es contada por los dos continentes el mismo día. Cada uno se hace dueño de los matices de sus versiones reconociendo la contraparte, de facto sin guerra. Pero hay quienes pretenden vender una versión envenenada. Esa que enfrenta a enemigos pretérito coyunturales y los convierte en estructurales.

Que de un lado se celebre y del otro solo se conmemore, no significa que no exista una relación que hace intocable el alma intrínseca de la identidad de nuestros pueblos. Por ustedes somos, y por nosotros fueron. Pero hay una narrativa que se enroca en decir que nos odiamos por lo que hace ya unos cuantos siglos decidieron hacer unos personajes con los que únicamente compartimos nacionalidad. Las batallas presentes que hoy se inventan algunos pertenecen a la ficción de lo absurdo. La sociedad se divide entre quienes ven productivo juzgar la historia y los que entendemos que esta no es ni buena ni mala, sino que es. Y, en cambio, hallamos fructuoso apuntar ciertas actitudes que podrían acercarnos más a poner en valor los hechos.

La historia que no conocemos

Una actitud en la que tengo especial anhelo es que España intentara recordar también a las víctimas de la Conquista y no solo a los héroes. La víctima que más me pesa es la inexistente historia pre colonial, totalmente muerta para quienes nacimos y crecimos en Latinoamérica. España celebra sola porque, aunque del otro lado también nos enorgullezca ser hispanos, nos hemos encargado de agregar variables a la ecuación. Conmemoramos el encuentro de dos mundos, la raza y la resistencia. Pero, contrario al relato ponzoñoso, no queremos que nos pidan perdón. Eso sería afirmar que desconocemos nuestro propio mestizaje. No hay mentira más dantesca, solo propia del que no ha pisado tierra americana. El que nace del otro lado lleva con orgullo su herencia europea y no aspira ni espera arrepentimiento de nadie. ¿Los que tenemos doble o triple nacionalidad nos debemos perdón a nosotros mismos? La narrativa victimista ha calado demasiado, pero segura estoy de que los precursores no están precisamente de ese lado del charco.

Que celebre mi españolidad, no minimiza la añoranza mortal de no saber de dónde vengo. Mi hispanidad es el castellano, el cristianismo, el aceite de oliva, la astucia gallega, el Imperio, la Conquista y los sueños; pero también es el indio y el negro que corren por mi piel, los tambores que ruegan mis caderas, el maíz, los dioses de la naturaleza, los próceres y las ansias de libertad. El origen de una de ellas lo conozco ampliamente, el de la otra me toca imaginarlo porque en los colegios latinos la historia comienza en 1492. Decía hace una semana una famosa celebrity española que el indigenismo es el nuevo comunismo. Yo prefiero pensar que tiene más que ver con algunas preguntas nostálgicas que me vienen en un día como este. Parecidas a esas que se hacen mis dedos morenos mientras se enroscan en mi pelo rizado y redactan estas líneas. Líneas escritas con cariño en un precioso castellano.

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