Imagine. Por un momento, imagine que mientras está leyendo esto frente a su pantalla le dicen que tiene que huir. No lo comprende, pero eso es lo de menos, pues se encuentra ante la tesitura de tener que abandonar todo lo que conoce para salir. ¿Destino? Incierto. ¿Futuro? Desconocido.

Tiene que cruzar la frontera: a pie, a nado, o puede que bajo un autobús. Ese lujo se lo costea usted, a manos de una mafia que pone precio a su vida. Si es de los afortunados, puede que llegue vivo al otro lado, pero claro, nadie le asegura lo que vaya a encontrar después. Cree que lo peor ya ha pasado, pero ¿y si le dijera que tras la frontera de los sueños lo que hay es rechazo? Les da igual si usted es doctora, profesor o ingeniero. No le quieren. Calle, no cuestione, y conténtese con cualquier “privilegio” infrahumano y vejatorio, pues usted ya no es nadie.

Esta es la situación de miles de refugiados que cada año cruzan el Mediterráneo en busca de una vida. En su camino, muchos son interceptados por políticas de gobiernos que prefieren mirar hacia otro lado.

Hoy, las calles se llenan de protestas, pancarta en mano y gritos ante la injusticia; Instagram se tiñe de negro y los hashtags se multiplican. La muerte de George Floyd ha calado en la sociedad y ha movilizado a las gentes. Pero ¿qué diferencia su muerte de las de millones de personas que perecen en el desesperado intento de cruzar el Mediterráneo? Simple, que no son noticia. El brutal asesinato de Floyd a manos de la policía estadounidense fue grabado, difundido y consecuentemente viralizado. En apenas unas horas, el mundo entero respiró su último aliento, que expiró bajo el yugo del racismo.

Mientras tanto, el Mediterráneo es mucho más silencioso. En él, las muertes y torturas no son filmadas y quedan bajo los designios del olvido o enmarcadas en una cifra a la que le faltan por contabilizar demasiados números. Nadie sabe de ellos, tampoco se habla lo suficiente, pues si la realidad no aparece en una pantalla, parece que no existe.

No hay que irse muy lejos, ya que lo que parece una distopía, lo encontramos cerca de casa. La Unión Europea envía cientos de millones de euros a Libia, de los cuales, una importante suma va a parar a las redes de mafias y traficantes que explotan a los migrantes. Así lo desvela una investigación exclusiva de la Associated Press (AP) publicada a finales de 2019. Tal y como recogen cifras de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), a principios de febrero, cerca de 40.000 migrantes fueron interceptados en alta mar y devueltos a Libia.

Así mismo, este año, Italia ha renovado su acuerdo con este país para frenar el flujo migratorio en el Mediterráneo central, la ruta más peligrosa para llegar a Europa. Se trata de un pacto mediante el cual, desde 2017, se entregan medios a los guardacostas libios y se financian sus centros de detención, los cuales son caldo de cultivo de torturas y vejaciones, documentadas por las Naciones Unidas, donde los derechos humanos son inexistentes.

Ante esto, Amnistía Internacional denuncia, que “la renovación del acuerdo sobre migración confirma la complicidad de Italia en la tortura de personas migrantes y refugiadas”. Con ello, permítanme la osadía de decirles que somos partícipes de una xenofobia gubernamental, en muchos casos con fondo racista, que excluye vidas que parece que “no importan”.

“Parece que el racismo solo existe algunas veces al año. Parece que solo veis racismo en los trending topics, solo hay llanto cuando se comparte el vídeo de una persona agonizando”, afirma Farah Jerai para Afroféminas.

George Floyd se suma a las víctimas de otra pandemia global que asola nuestro planeta: el racismo. Sin embargo, hay cientos de miles más que no vemos al otro lado de la orilla, para los que no hay pancartas, ni gritos de justicia, y para los que el lejano murmullo de las olas apaga su agonía.

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Un comentario en «Racismo en el Mediterráneo: las vidas de los refugiados»

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