Durante estos últimos meses, he mantenido la hipótesis de que realmente no sabemos hasta que punto las redes sociales influyen en nuestras vidas. Este aclamado «mundo virtual» ha llegado a considerarse igual de importante que el «mundo real». O lo que viene a ser lo mismo: el visionado de una fotografía en Instagram se ha relevado hasta obtener la misma importancia que un encuentro en la calle. Y he aquí donde, según mi punto de vista, radica un problema: herramientas creadas para complementar nuestros contactos humanos reales están sirviendo, más que complemento, como alternativa. Y eso genera una disyuntiva de la que no somos conscientes, por el simple hecho de que las redes sociales muestran unas actitudes que generan inconvenientes y que difícilmente solemos entender.

Lo real y lo ficticio

Hay un problema en entender que ese «mundo virtual» es igualitario al real, pues no lo es. Las redes sociales están llenas de personas que utilizan la invención a propósito para exponer una supuesta vida perfecta, que una vez el móvil se apaga, deja de serlo. Y no son estas personas culpables, pues es lo que se ha normalizado en las vidas de todos nosotros. Editamos nuestras fotografías para hacernos ver mejor, hacemos de nuestra vida algo público, con matices, claro: pues solamente hacemos publicación de aquellas cosas que pueden generarnos un estatus superior. Esto acaba haciendo de las redes sociales un universo paralelo en el que todas las personas disfrutan de una vida maravillosa, pero irreal.

¿Y a qué nos lleva todo esto? Pues a la comparación, con todas las complicaciones que eso supone. Y es que hay personas que no son capaces de diferenciar entre lo real y lo ficticio. Y es por ello por lo que mencioné al principio que me parece un grave error que dicho «mundo virtual» se esté distorsionando con el «mundo real». Pues el problema no está en editar una fotografía, en quitarnos esos «defectos» —que no dejan de ser defectos porque así nos lo ha impuesto la sociedad— ni siquiera en publicar nuestra propia vida, sino en pensar que detrás de todo ello no hay un cuerpo real: con estrías, celulitis y acné; o que detrás de esas fotos sonrientes y publicaciones optimistas no se puede encontrar un paciente de psicología por un trastorno depresivo.

Influencers de mala influencia

Hay, incluso, personas que se dedican a vivir de lo de utilizar la invención a propósito. Y en este sentido hago referencia a los influencers. Personas que atraen o influyen a un gran colectivo de personas al publicar acciones de su vida, siendo así creadores de contenido digital. Suelen ser personas que tienen un estilo de vida querido por los otros: desde infinidad de viajes y ropas caras, hasta vidas plagadas de lujo. Estas personalidades se han convertido en una nueva e importante forma de publicidad, pues son capaces de exponer los productos de cualquier empresa de una forma rápida y directa, llegando incluso a la sutilidad de no parecer un anuncio. Pero, nuevamente, ¿dónde radica el problema? ¿Hay, directamente, algún problema con los influencers?

Pues sí. Y es que, nuevamente, la mayoría de los seguidores no son capaces de darse cuenta de que lo que están viendo es una versión amplificada de la persona, un personaje, que se dedica a enseñar una cara bonita —y muchas veces ficticia— para beneficio propio, pues se trata de su «profesión». En estos casos, se trata de algo infinitamente peor que lo mismo en diferentes usuarios, pues estas personas acarrean detrás a miles y millones de personas que, con admiración, siguen el ejemplo y quieren tener sus estilos de vida y sus cuerpos. Es una irresponsabilidad, entonces, que estos mismos no dejen claro el hecho de que son lo que son: personajes durante la mayor parte del tiempo. Y en ese sentido, he de reconocer que, el hecho de que algunas personalidades lo hayan declarado públicamente, me parece un gran acierto.

El arte de presumir

Debemos saber entonces que no únicamente estos ejercicios ocurren con personas influyentes y millones de seguidores. Existe también una ola en redes sociales, que es más bien una oda a la desigualdad, en la que el presumir de cosas banales se ha convertido en primicia, dejando lejos la utilidad principal de las redes sociales. Y nace entonces un gran debate alrededor de esta cuestión que puede oírse en muchas conversaciones entre mortales. Desde mi punto de vista, siempre he considerado que hay una gran diferencia en cuanto al presumir que tiene la gente. Todos, pero todos, siempre hemos pensado de alguien, «maldito presumido», pero la verdad es que todos también hemos gustado presumir de cosas. Si bien eso es realidad, no es el punto que quiero abordar en esta situación, sino el de saber hallar alguna que otra diferencia entre dicha acción.

Yo creo, de hecho, estoy totalmente convencido, de que no tiene nada que ver el presumir de algo que sale de lo más interno, como signo talentoso o vocacional, que presumir de algo material. Quiero decir que, veo como algo muy gustoso aquel que presume de una lectura que está realizando y la comparte, aquel al que se la da bien el canto y lo comparte, aquel al que se la da bien el dibujo y lo comparte. Y así con infinidad de cosas. Y diré el porqué: se presume de algo que debería ser admirado en cierta parte por los demás, pues todos somos diferentes y tenemos cada uno nuestras propias vocaciones y formas de hacer. Así mismo, aquel que dibuja admira al que canta y el que canta admira al que dibuja.

El real problema nace cuando de esos actos se descubren una clase de superioridad, como si acaso una persona fuera mejor que otra por poder llevar una camiseta de marca, un coche lujoso o un  reloj caro.

Encuentro entonces una gran diferencia con aquel que presume de lo banal, de cosas puramente materiales. Prendas, vehículos, joyas y viajes, incluso. Atención, no quiero decir que esté mal compartir con el mundo aquello a lo que puedes acceder, siempre que se quiera hacerlo, pues de ese punto se trata principalmente la libertad de expresión; así pues, para mí persona, el real problema nace cuando de esos actos se descubre una clase de superioridad, como si acaso una persona fuera mejor que otra por poder llevar una camiseta de marca, un coche lujoso o un reloj caro. Y la sangre hierve. Pues, a diferencia de aquel que escribe bien, canta bien, dibuja bien, baila bien, y un sinfín de cosas más, se presume de algo que no es ni de lejos meritorio de la persona, sino del dinero.

Terreno peligroso

Las redes sociales, de no usarse de forma adecuada, son un terreno muy peligroso. En estos casos, y en esta columna de opinión, lo que se ha querido exponer es el hecho de que muchas veces la existencia de las mismas no le hacen un papel nada positivo a la sociedad, al contrario de lo que su propio nombre da a entender. Y es que hay personas que acaban pasándolo realmente mal por culpa de las mismas, principalmente por el protagonismo que conllevan en nuestras vidas diarias y el riesgo que ello supone.

Hay muchos otros ejemplos, como el expuesto por mi compañero, Jordi Moya, en la sección «A Fondo», que trata acerca de algunas malas prácticas en las relaciones virtuales. Pero no son estos los únicos. Utilizarlas, como un complemento a nuestras vidas, está muy bien. Compartir lo que cada uno piense correcto, también. Pero, sobre todas las cosas, lo más adecuado es estar concienciado de que la gran mayoría de los asuntos que vemos a través de la pantalla no corresponden con la realidad sino, en cualquier caso, con una falsa realidad.

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Un comentario en «Redes sociales y su realidad menos social»

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