Capítulo 2. ‘El dolor’, por Raquel Bernal

No podía aguantar más aquella situación. Los sueños cada vez eran más vívidos, más reales. En ellos se veía de nuevo junto a su familia, feliz, a veces un día cualquiera, otras de viaje o de celebración. Y de repente, la nada. Un golpe súbito que lo cambiaba todo.

Y lo peor era que no se trataba de una pesadilla, sino que despertar era el peor de los sueños. Ellos no estaban, y no iban a volver. ¿Cómo podía alguien vivir con eso? Lo único que deseaba era desaparecer, descansar, poder olvidarse de todo, dejar de sentir.

Así pasaban para Rob los días, como una sucesión de minutos eternos, de reproches, de lamentos y de oscuridad. No salía de casa, apenas comía, y evitaba dormir por miedo a las pesadillas, a revivir de nuevo el accidente. Y, de repente, algo cambió. O quizás no cambiara nada, simplemente cambió su forma de verlo todo.

Estaba vivo. Eso era un hecho. No podía hacer nada por su familia, pero estaba vivo. Aun podía hacer algo para purgar su culpa, para, al menos, aliviar el dolor de otras personas, para escapar de la oscuridad que rodeaba todas sus horas.

Y así fue como le conoció. Rob nunca supo por qué se decidió a apuntarse a aquel voluntariado con enfermos de cáncer. Aquello era para él simplemente la forma de compartir su dolor, de rodearse de personas que estuvieran sufriendo. O tal vez era algo más, era una puerta abierta a algo diferente. Tal vez no mejor, pero sí diferente. Y con eso bastaba.

Oliver llegó en la segunda semana de Rob para darle un giro de ciento ochenta grados a su vida. Acababa de cumplir los dieciséis años y le habían diagnosticado cáncer a los catorce. Un rabdomiosarcoma que le hacía cojear y ver la vida de un modo aun más negativo que el de Rob. Tras su intento de suicidio, no le estaba permitido salir del hospital y, por supuesto, estaba obligado a asistir a todas las actividades, a las que acudía para no hablar ni interesarse por nada de lo que se hacía.

Tardaron días en comenzar a hablar, en descubrir en el otro a alguien igual atormentado, a alguien que solo veía el lado cruel del mundo, la injusticia que a ambos les había tocado vivir, y el sentimiento de vacío que inundaba cada uno de los momentos de su vida. Sin embargo, poco a poco se hicieron inseparables, y, lentamente, empezaron a ver un destello de luz en la negrura que inundaba sus vidas.

Empezaron a salir de vez en cuando, a distraerse, a disfrutar de la belleza del mundo, a preocuparse menos por las cosas que no tenían y aprender a ver lo que sí podían hacer, a sonreír, e incluso a reír de vez en cuando.

Y entonces llegó ella. Apareció así, sin que nadie la llamara ni se interesara por ella. Un día comenzó a hablar con ellos en una cafetería y la amistad surgió sola. No es que fuera una chica especialmente guapa, ni especialmente inteligente, pero su visión del mundo, diferente a la del resto de la gente, era la que lo cambió todo.

 

El siguiente capítulo de esta serie se publicará el domingo que viene. Su autora será Sara Rodríguez. 

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