Un año híbrido

Evidentemente, esta edición de Zinebi, como todas las ediciones de todos los acontecimientos de este años 2020, no iba a ser como las del pasado. Cuando la organización anunció que el festival bilbaíno apostaba por el formato híbrido, pero con la mayor parte de su selección disponible en salas, se confirmó el primer éxito del certamen. Esto es, la celebración presencial; en este sentido, Zinebi ya se había apuntado varios tantos, decisivos a la postre en el resultado final, sin ni siquiera haber comenzado el partido. Dado el momento que estamos viviendo, se está convirtiendo en un lujo poder celebrar cualquier evento artístico de la manera tradicional, donde históricamente mejor se ha desarrollado: en el directo, el en vivo, lo presencial. En el caso del cine, en las salas oscuras.

Después de todo un año en el que todos nosotros hemos tratado de equilibrar el bienestar del yo y del nosotros, de lidiar con el egoísmo de nuestro goce y la solidaridad de nuestra responsabilidad, me parece que no tengo otra forma de encarar esta crónica que desde la mezcla, siempre ineludible, pero aquí voluntariamente explícita, de la objetividad y la subjetividad. Me refiero a que cuando me puse a preparar el calendario para el Zinebi mi previsión era la de casi el empacho, la de aprovechar para ver el máximo número de películas. Pero un posible caso positivo cercano me impidió cubrir el festival como hubiese deseado. Solo pude ir a dos sesiones, y las otras dos las completé desde casa, como pude, a última hora, gracias a la parte digital del festival. Es decir, gracias a la colaboración con Filmin y Festhome.

Dicho lo cual, dejando a un lado cuestiones personales, vayamos a lo que realmente importa, a la alta calidad de la programación de este año, la cual, a priori, garantizaba un nivel superlativo con nombres reconocibles, y dejaba al albur de la suerte y la aceptación el descubrimiento de nuevas caras en el ámbito documental y del cortometraje. Por las razones que ya he explicado, «solo» pude disfrutar de seis filmes, así que esta crónica, aunque incompleta, tiene algo de sentido. Me hubiese encantado asistir a la sesión de Glimpses/Distirak, así como completar la siempre interesante sección de Beautiful Docs. Pero así son las cosas.

This is America (or this should be)

El viejo Frederick Wiseman sigue haciendo honor a su edad y a su prestigio y sus películas cada vez son más largas. Lo que más choca de primeras es localizar un elemento de 272 minutos en un festival de cortometrajes; un solo elemento que puede ser casi más largo que todas las pequeñas obras de una sola sección. Ahí está la singularidad de Zinebi, que ya lo hizo hace un par de años con La flor de Mariano Llinás, la impresionante obra maestra de 14 horas.

En las imágenes iniciales de City Hall, Wiseman compone con reflejos, superficies reflectantes de agua y cristal, naturaleza y artificio. Nos prepara para entrar en estas estructuras vidriosas, fractales, que son las instituciones de la ciudad de Boston. En estas 4 horas y media hay tiempo para todo, quizás para demasiado: el cineasta estadounidense no descarta ni largas presentaciones de power point. A pesar de una longitud quizás exagerada, desmedida, consigue hacer interesante cualquier cosa. Más allá de lo «negativo», destaca el énfasis otorgado a las declaraciones institucionales, sobe todo en torno a la figura del alcalde, verdadero protagonista humano del filme. Alguien que ha sido alcohólico, que sufrió cáncer… Un ciudadano más, el portavoz de una ciudad, cuya historia ejemplifica el relato del sueño americano, de los luchadores y los emprendedores: el role model.

Pero es la punta del iceberg, porque antes o después se muestra lo que ha pasado hasta llegar allí o lo que va a pasar después de hablar de cara al público. Frente al twitterismo de Trump, a golpe de frases cortas, pegadizas, de discursos sofistas, Wiseman decide extender el lenguaje, mostrar lo que hay detrás del hombre que manda, los hilos de una ciudad que quiere ser sinécdoque, ejemplo paradigmático, con sus virtudes y errores, de lo que Estados Unidos puede y debe ser.

Entre toda esta masa densa y compacta, que pone a prueba la fuerza del espectador, su constante adhesión, encontramos detalles que merecen no saltarse ni un minuto. City Hall se erige como algo así como condensar la idea de las 5 temporadas de The Wire en un bloque mastodóntico. Cada sector social, político y cultural de Boston se entrecruza con los demás. Policía, sanidad, educación, medios de comunicación… Me quedo con dos escenas que pueden pasar desapercibidas, de tantas que componen el relato, que resumen la genialidad de Wiseman.

Por ejemplo, después de una exhibición de lo público, de lo gubernamental, Wiseman dispone en forma de paréntesis una serie de planos que engloban la celebración de un partido de béisbol: los carteles de publicidad y patrocinadores. En otras palabras, el cineasta prefiere mostrar la publicidad del estadio antes de mostrar el logro deportivo. Y otra poética imagen, después de la celebración de la exhibición de nuevo de la bandera y los símbolos patrióticos, la cámara baja sus pies a la tierra, y el objetivo enfoca el suelo manchado de restos y basura, sobre el que llueve confeti rojo, azul y blanco, como si esa bandera (ese país, esa gente, esa democracia) se hubiese triturado, con todas las connotaciones que uno se quiera imaginar.

Toda EEUU está representada para bien y para mal. Las escenas del himno, de la reunión de los veteranos, de las galas y actos benéficos. Ese humor peliculero tan propio de la ficción también emerge en la realidad filmada. City Hall es además un canto a la ciudad del cineasta, una demostración de orgullo de un director viejo que quizás quiere estar cerca de casa antes de morir, o antes de que su país se resquebraje. Documentales de instituciones que al final no son sino de la gente que las hace posibles. Porque si no hay nadie al mando, si no vemos quién está detrás de las decisiones gubernamentales, da lo mismo lo locas que suenen sus retóricas palabras.

La inscripción de la guerra

Il n’y aura plus de nuit no es lo que se entendería por un documental bonito o agradable a la vista, pero sí que es un documental espectacular. Muchas veces olvidamos que esa espectacularidad o efectismo que tanto se desprecia puede cargarse de un impacto estético que trasciende sus apariencias. El filme de Eléonor Weber debe mucho a las imágenes y las teorías sobre las imágenes de la guerra del cineasta Harun Farocki. Algo que no es negativo, sino todo lo contrario, pues la directora francesa toma esa corriente cinematográfico ideológica para adaptarla a sus propios intereses

 

A partir de la triada cuerpo-cámara-arma, ilustrado con los brutos captados por los sistemas de grabación de visión nocturna o térmicas, Weber encuentra la belleza terrible de la imagen bélica: podemos ver 100 veces más estrellas que las que vemos habitualmente. Al menos… Videos de Live leak, las imágenes violentas generadas por los bandos sin pararse a criticar, asesinatos en directo, justificados por ser trabajo militar. Esa tranquila voz en off que comenta fríamente sobre las imágenes, y sus silencios, nos ofrecen tiempo para pensar, sobre la sofistificación de, por ejemplo el Isis o la crudeza y efectividad de aquello captado por EEUU. Imágenes que pretender clarificar y que incurren en una confusión fatal, que es lo que al final importa: matar gente inocente.

Hermanos de sangre

Los flamantes Mikeldi de Honor de Zinebi 62 (premio honorífico) Jean-Luc y Pierre Dardenne son de sobra de conocidos para aquellos espectadores mínimamente avisados y enterados del cine europeo de los últimos 25 años. Lo que muchos desconocíamos es que los inicios cinematográficos de los hermanos tuviesen lugar en el formato video y en el documental. Las cuatro producciones que pude ver nos muestran la evolución en este campo de la pareja, desde los trabajos más amateur hasta largometrajes emitidos en televisión que resumen su poética documentalista, comprometida y militante.

Le chant du rossignol es algo así como la hermana extraña de Shoah de Claude Lanzmann: víctimas supervivientes de campos de exterminio y concentración, así como militantes de la Resistencia, hablan a la cámara en asépticas entrevistas, de sencilla planificación que otorga importancia al rostro y a la palabra. Cantos de pájaros, viejos ruiseñores cuyo silbido, cuyo testimonio, representa la libertad de quien ha vivido para contarlo. Todo ello puntuado por reflexivas voces en off narradoras, y constantes cortes enunciativos que piensan sobre las propias imágenes, sobre la relación entre sueño, video y memoria. Además de eso, el filme no esconde sus influencias ni sus propias costuras: ecos al Godard político, al mencionado Farocki y Lanzmann, incluso a ese cine presente, material, de los Straub-Huillet.

 

Lorsque le bateau de Léon M. descendit la Meuse pour la première fois se abre con un documento impagable: unos jovencísimos hermanos que explican ante la cámara de un programa de televisión belga el propio filme que se verá a continuación. El filme toma como figura principal a Leon, un testigo y participante de las manifestaciones de 1960 en Lieja, y mezcla escenas grabadas en el presente, testimonios e imágenes de archivo. Los Dardenne se preguntan: ¿este hombre es el mismo ahora que cuando participó en las revueltas? Para ello toman el motivo del viaje, del punto de partida y el final, a través del río de la ciudad. El trayecto parece por momentos filmado por Eisenstein o Vertov, y escenas como las de la creación del barco remiten a Chris Marker: la repetición del trabajo, del tiempo, de la revolución. Al final de este viaje, el relato se hace imposible, se contradice. Leon es un hombre que ha cambiado, y así lo hace su historia audiovisual: la cámara se vuelve loca y comienza a hacer barridos

Pour que la guerre s’achève les murs devaient s’écrouler explota y sublima la tendencia iniciada en Léon, en este caso aplicada a la historia de un periódico sindicalista clandestino. Al inicio del filme, el más metacinematográfico de todos, los Dardenne juegan con el dispositivo y se preguntan cómo empezar a contar una historia, cómo iniciar un relato, con citas, con archivos, o con imágenes propias. En este caso se valen de los escenarios reales en presente, de las sobreimpresiones y juegos plástico-cromáticos del video, para fusionar pasado y presente. Por medio del montaje de imágenes de fábricas asocian el carácter constructivo de la máquina-cine con el poder industrial de la máquina-herramienta, del trabajo y su fuerza. Trayectos, viajes en el tiempo sin moverse del espacio, ruinas. En esta obra clave brotan los elementos ficticios que más tarde marcarían su carrera, al hacer actuar a un no-actor, a un hombre normal, a construir su historia mediante medias verdades, recuerdos y reconstrucciones poéticas de su memoria.

Por último tenemos R… ne répond plus, quizás la más experimental de todas, y que versa sobre las radios pirata y clandestinas cuyas ondas circulaban por toda Europa en los años 80. Los Dardenne ajustan el lenguaje y el montaje cinematográficos a la forma en que se expanden las ondas radiofónicas y la información transmitida libremente. Básicamente es un documental de gente que hace cosas con las manos y las comunica con la boca. Esta obra, muy de su época, áspera, dura, repetitiva y ensordecedora, se puede resumir con la frase de uno de sus participantes: uno es libre cuando tiene la libertad de estar en silencio. Algo que se puede aplicar a nuestro presente: cuando todo el mundo tiene una opinión y la manifiesta, a veces es más importante y significativo no decir nada.

 

Un futuro incierto

Más allá de lo cinematográfico, la organización de Zinebi ha sido espléndida, como suele ser habitual. Junto con su festival hermano más cercano, el Zinemaldia, ha demostrado que se pueden garantizar todas las medidas de seguridad, con restricciones de aforo incluidas, sin perder un ápice de la calidad de las películas proyectadas y el ambiente cinéfilo de la ciudad. Un año más, quizás con menos profusión que otras ediciones, la lluvia ha estado presente algunos días. El agua, junto con el virus, han golpeado y golpearán los techos de la cultura cinematográfica de Bilbao y de todas las ciudades con grandes festivales. Ahí está el caso, por ejemplo, del Festival de Sevilla, realizado con éxito casi a la par de fechas. Quiero decir que se ha demostrado que contra viento, marea y pandemia, si una actividad cultural es segura y además ofrece recompensas a quienes la consumen, no debe interponerse obstáculo alguno.

Queda por saber si las plataformas online que han servido de apoyo a la programación presencial de estos certámenes se mantendrá como eso, como un apéndice necesario e imprescindible en vista de la situación. No obstante, lo ideal sería, cómo no, que estos medios digitales siguiesen haciendo la labor que les corresponde. Empresa imparable que debe ya asumirse en el panorama televisivo y cinematográfico. Filmin ha llegado para quedarse, y seguro que sale reforzada en estos momentos. Sin embargo, y aunque me alegre de que haya caído en sus manos tamaña responsabilidad, espero que todo se solucione para que siga su camino de verdad y acuda allá donde sea necesaria su ayuda. Un festival que no se puede vivir completamente en la calle, en la sala, en los pasillos, por muy bien que lo haga, no será el festival que los propios organizadores y los espectadores merecen.

Así que solo queda aplicarse el cuento, refugiarse en los cines y en nuestros salones, para que los festivales sigan siendo cruciales en nuestras ciudades, y para que las plataformas de contenido continúen iluminando las casas, cuando tengamos o queramos quedarnos en ellas, con el mejor, más sufrido, más interesante, más minoritario e importante cine.

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