Nos levantamos – siete de la mañana -, apagamos la alarma y desactivamos el modo silencioso de nuestro teléfono móvil. A partir de ese momento, nuestro día empieza: siete correos electrónicos, catorce mensajes de WhatsApp y cuarenta notificaciones de Instagram por la foto de nuestro perrito que colgamos anoche. Parece que esa sea nuestra forma de confirmar que seguimos viviendo en una sociedad; que alguien se acordó de nosotros en esas 5 horas en las que estuvimos ausentes. Sin embargo, la realidad es que revisar cada 3 minutos nuestro dispositivo es solo un rasgo – casi mecánico – que se traduce en eso a lo que todos – al menos, desde los millenials en adelante – tememos: el aburrimiento.
Vivimos en un mundo tecnológico que nos permite estar conectados con el resto de personas en milésimas de segundo. Es por ello que, cuando algo no funciona a esa velocidad, lo descartamos y lo reemplazamos por lo fugaz, lo rápido y lo accesible. Esto es a lo que Neil Postman se refiere con el término tecnopolio; actuamos desde la idea de que todo tiene solución, y puede que ello se cumpla a nivel tecnológico, pero ¿qué pasa, por ejemplo, con la filosofía? Las teorías filosóficas no son, ni mucho menos, soluciones, sino propuestas que se desarrollan bajo estados donde la creatividad puede crecer.
Según Guy Claxton, autor de Cerebro de liebre, mente de tortuga (1999), existen tres tipos de mecanismos cognitivos: el ingenio, que es el que se atribuye a todas las acciones reflejas que nos hacen reaccionar de manera inmediata a los estímulos; el pensamiento deliberado – o modalidad d – que es el que nos permite reflexionar y encontrar respuestas a los problemas; y, por último, la creatividad o submente, que es el lugar del sistema cognitivo donde aparecen las ideas, en momentos en que no se está empleando el pensamiento activo. En otras palabras, la creatividad es todo aquello que nuestro cerebro hace cuando, de hecho, no está haciendo nada.
Distintos pensadores han reflexionado acerca del proceso que tiene lugar en la mente humana al producirse la performance creativa o momento Eureka. En 1926, el teórico inglés Graham Wallas propuso que este procedimiento constaba de cuatro fases:
- La preparación; antes de crear, el individuo necesita de un conocimiento, al que denomina background.
- La incubación; se necesita reflexionar y dejar reposar los datos para que se produzca lo que él denomina intimation, que es hacer que toda la información se convierta en algo íntimo, en algo propio.
- La iluminación; resumida, para Wallas, en la teoría de las 3B (bed, bath and bus), que determina los lugares donde existe más probabilidad de hallarse con una idea.
- La verificación; la puesta en funcionamiento y la comprobación de que la idea sirve y es válida.
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