España no es país para jóvenes. Esta es la conclusión preliminar en la que casi todo el mundo parece coincidir. A pesar de que nunca habíamos tenido un país tan envejecido, las oportunidades para los jóvenes son escasas y tal y como refleja la Encuesta de Población Activa correspondiente al segundo trimestre de 2021, la tasa de paro de los jóvenes entre 15 y 24 años alcanzó el 38,4%, la más alta de Europa y más del doble de la media del continente.

España vivió un proceso de convergencia con el mundo desarrollado durante los años 80 y 90 del que se benefició, principalmente, la generación que ahora tiene entre 45 y 65 años. La que podría definirse como la generación de nuestros padres -de los que hoy somos jóvenes- experimentó, no sin esfuerzo, el mayor progreso y mejora de la calidad de vida en la historia de nuestro país. Conceptos como el ascensor social, el acceso a la educación superior, a servicios sociales, la puesta en marcha de un brillante sistema sanitario y el acceso a vivienda ASEQUIBLE y de calidad fueron rasgos característicos de una etapa que nos puso a la vanguardia de la calidad de vida en el mundo.

Entonces, ¿cuándo se jodió todo? La respuesta a esta pregunta puede dar para largas discusiones pero, a mi parecer, la década de los dos mil fue nefasta para nuestro modelo de país. A finales de los noventa las entidades bancarias, auspiciadas por la facilidad de crédito otorgada por el Banco Central Europeo, comenzaron a facilitar crédito inmobiliario y promotor a cualquier “indocumentado” que pasaba por la puerta de sus sucursales bancarias. Da igual si se trataba de un promotor pirata, que de cualquier individuo con contratos laborales precarios o incluso particulares que compraban viviendas a crédito para revenderlas al cabo de seis meses a mayor precio especulando con este bien básico. Se creó así una falsa demanda que llevó un bien básico como la vivienda a precios récord, inasumibles para la mayoría de los jóvenes.

Toda esta dinámica fue consecuencia de esa burbuja de crédito promovida desde el BCE, quien llevó a cabo una política monetaria ultraexpansiva para levantar los malos datos macroeconómicos que por aquellos años arrojaba Alemania, dueño y señor de nuestro Banco Central. Además España, con un Gobierno al frente como el de José María Aznar, parecía encantado con basar su modelo de crecimiento y desarrollo en ladrillo especulativo. Zapatero y el PSOE, que haciendo honor a la tradición suelen estar a por uvas, fueron incapaces de cambiar un ápice dicho modelo hasta la llegada de la crisis financiera de 2008, cuando todo se vino abajo. El resto de la historia es sobradamente conocido.

Así llegamos a la última década. El diagnóstico muestra dos preocupantes factores entre los jóvenes: El primero de ellos, una precariedad juvenil galopante que se manifiesta en un desempleo desbocado y salarios “de mierda” para la mayoría de jóvenes que se incorporan al mercado laboral. El segundo, una vivienda prohibitiva, tanto en alquiler como en propiedad, que dificulta la emancipación juvenil y retrasa tanto la formación de una familia como la natalidad de las mismas.

Este año, además, hemos asistido a un fenómeno novedoso dentro de la ola de “coronaestupidez” que asola nuestra sociedad desde hace meses: la criminalización de los jóvenes. Tras año y medio de estados de alarma inconstitucionales que se han empleado a fondo en destruir el tejido económico y social de nuestro entorno, los malvados jóvenes han cometido el delito de querer divertirse. De querer salir de fiesta. ¿Acaso era esperable otra reacción? ¿O tenían que guardar penitencia y teñir su ropa interior de negro para guardar el luto nacional que nos hemos autoimpuesto mientras le intentamos poner puertas al campo?

Lo preocupante de esta situación ya no es dónde estamos, sino a dónde vamos. No se intuyen en el panorama progresos sustanciales en el corto y medio plazo. Hace tres años, escribía un artículo donde señalaba que realmente esto no es una crisis coyuntural sino algo bastante más profundo, un auténtico cambio de paradigma social. Recomiendo nuevamente su lectura, especialmente tras la crisis del coronavirus. Sin embargo, la situación para los jóvenes tampoco es, a mi juicio, irreversible.

La clave para mejorar nuestro punto de partida debe basarse en abordar las dos cuestiones que dificultan el desarrollo de los jóvenes, y que comentaba antes: el tejido productivo y la vivienda.

El primero de ellos es lento pero muy necesario: España presenta desde la desindustrialización de los años 80 un déficit de nuevos sectores industriales competitivos que se basen en la industria tecnológica, científica y de bienes de equipo. Aunque el Gobierno carece de papel protagonista en la industria, muchas son las políticas públicas que pueden promoverse para incentivar este desarrollo. Un marco fiscal favorable para la implantación de nuevas industrias competitivas, programas públicos para la atracción de multinacionales de alto valor añadido como ya se desarrollan en algunas comunidades autónomas, abordar una reforma en profundidad del obsoleto espacio de educación superior español que ponga la Universidad en colaboración con la empresa, el desarrollo de infraestructuras de tipo logístico… Un proceso lento pero que, de forma continuada, dará resultados en pocos lustros.

La segunda cuestión a abordar es la vivienda. Y este punto sí resulta mucho más sencillo… si hay voluntad. El desarrollo de grandes bolsas de vivienda pública -tanto en alquiler como en propiedad- en las principales capitales de provincia de España es algo barato, viable y factible si se quiere desde los respectivos Gobiernos y partidos políticos. Y esto sí es un remedio definitivo para la emancipación de los jóvenes y para su desarrollo vital.

Si no, la situación seguirá encallada. Personalmente, me produce desolación cuando observo a muchas personas de mi generación señalar que su única opción laboral es pegarse años y años bajo el falso oficio de “opositor” intentando acceder a una plaza de funcionario que la mayoría de ellos no lograrán jamás. No es una buena opción, pero los jóvenes también son conscientes de que tener empleos precarios de por vida no es una opción. Un país donde el sector privado y productivo no despega y donde el Estado debe “subsidiarlo” y cubrirlo todo, es un país carente de innovación, progreso, iniciativa, libertad y, en el medio plazo, de calidad de vida. España, agosto de 2021. Nunca es tarde si la dicha es buena.

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